En los años 70s comenzó la industrialización del tequila en el pequeño pueblo agavero que lleva su nombre. En esos años, la vida todavía era tradicional, pero una nueva generación coexistió entre el pasado artesanal del tequila y el proceso irreversible de industrialización que permitió que esta bebida tradicional mexicana conquistara el mercado extanjero.
Desde el momento en que cruzas El Astillero, el Cerro de Tequila asoma en el horizonte, su silueta recorta el paisaje coloreado por los tonos turquesa de los agaves tequilana. El calor aprieta sin misericordia en esa región de valles jalisquillos, y la gente camina como si el sol les hubiera fundido el paso lento en las piedras calientes. Pero allá arriba, en “la tetilla” del cerro, siempre hace frío.
Dicen los viejos que mucho antes, en tiempos del Fray Toribio, la gente bebía una bebida fermentada y avinagrada que los nativos llamaban vino mezcal. Era una bebida que sabía a tierra y a vida dura, como todo en esta región árida. Cuando llegó la conquista, con ella arribaron los métodos europeos y ese brebaje se transformó en lo que conocemos hoy como el tequila.
En los años setenta, las cosas comenzaron a cambiar. Las fábricas crecieron, y con ellas, los nombres que ya resonaban en el viento tequilero: Sauza, Cuervo, y luego Bacardí, que compró una pequeña fábrica llamada, “La Tequileña”, ubicada en la calle Ramón Corona y la convirtió en algo más grande. Las casas de la redonda fueron compradas por la empresa de origen cubano. Entre ellas una finca típica de Jalisco, con sus cinco cuartos en herradura, un patio central y su huerta. La empresa la demolió y en esas ruinas donde el viento aún sabía a agave se construyó la envasadora de la planta.
La huerta de esa casa se preservó como un rincón verde dentro de la modernización. ahí después solían hacerse degustaciones y comidas donde se preparaban los cócteles bloody mary, el daiquirí, las medias de seda, y el planters punch. Dicen que ahí se abrió el mercado del tequila. Por esos años, Bacardí lanzó una campaña para introducir el mix de tequila hielo y Coca-Cola, “agarra la jarra”, fue el slogan y se popularizaron nuevas formas de beber tequila. Empresas como Sauza comenzaron abrir el mercado en el extranjero.
UN PUEBLO CON AROMA A AGAVE
En los años 70, el pueblo de Tequila era tradicional con excepción del olor a agave fermentado que inunda las calles del centro. A finales de noviembre y diciembre se hacían las fiestas patronales, se instalaban puestos de comida alrededor de la plaza y la gente se embriagaba, como en todos los pueblos de ese tiempo, el alcoholismo era un problema serio.
Los fines de semana, las familias escapaban del calor del pueblo cruzando la carretera hacia “La Toma”, un balneario de aguas termales rodeado de árboles de mango barranqueño. Allí, en medio de ese pequeño oasis, el tiempo parecía detenerse, y la vida tomaba un respiro antes de volver al calor del valle y al incesante trabajo de las fábricas.
Antes de que el Bloody Mary, y el daiquiri se hicieran famosos en todo el mundo, los lonches de Chepa y de Bertita ya eran célebres en el pueblo. Un bocadillo parecido a las tortas ahogadas pero con el bolillo más pequeñito, rebanadas de pierna y crema fresca de la región, que competía con los Altos de Jalisco. Quien probaba esos lonches, tenía que regresar.
Era común que los niños de Tequila tuvieran su propia yegua y tomaran clases de charrería, donde aprender a realizar los nudos de las sogas y dominar a los caballos a veces los distraían de los estudios. En el colegio Roberto Ruíz Rosales, el sacerdote del pueblo era el director y los docentes iban todos los días desde Guadalajara para impartir las clases, y por la tarde regresaban a la ciudad.
El auge de la industria trajo consigo nuevos empleos y oportunidades. Una pequeña academia formaba a las jóvenes para labores secretariales, y muchas de ellas encontraban trabajo en las fábricas de tequila, como auxiliares administrativas.
INDUSTRIALIZACIÓN DEL TEQUILA
A principios del siglo XX, el tequila se elaboraba en toneles y alambiques tradicionales. Bacardí, que ya tenía conocimientos y experiencia en elaboración de Ron, aprendió de los lugareños el proceso y después llevó una torre de destilación de origen alemán, que ayudaba a que su producto tuviera menos impurezas.
En las fábricas de tequila se usaban unos hornos especiales para hornear las piñas del agave que se llamaban cónclave. Una vez que se horneaban se trituraban y se les extraía la parte líquida; después ese líquido, al que se le llamaba “mosto”, se reposaba en unos toneles, donde se fermentaba y le salía espuma. Lo exprimían y lo introducían en las destiladoras.
Las fibras residuales las separaban y las iban apilando, cuando se acumulaban demasiadas, subían esos residuos a camiones o los desechaban en terrenos en las inmediaciones de las fábricas, a esos residuos los locales les nombraron “la marrana”. Los niños jugaban en los montones de residuos de agave, sus risas se perdían entre los montículos, mientras las fábricas seguían su curso imparable.
Mientras tanto, la fábrica de Bacardí, con su nueva torre de destilación de origen alemán, producía un tequila de calidad para la exportación, bautizado como «Don Emilio». Paradójicamente, este tequila nunca se vendió en México, sino que fue destinado exclusivamente al mercado extranjero, consolidando la fama del tequila en todo el mundo, que atrajo a inversionistas extranjeros, se dice que incluso actores de Hollywood compraron terrenos en Tequila.
En 1974, Tequila logró un hito importante: la obtención de la Denominación de Origen, protegiendo el nombre «tequila» y limitando su producción a ciertas regiones de México, como Jalisco, Nayarit, Guanajuato, Tamaulipas y Michoacán. Este movimiento fue encabezado por tequileros como don Roberto Orendaín, un hombre visionario que entendió la necesidad de proteger el patrimonio de una bebida que estaba expandiéndose rápidamente más allá de las fronteras mexicanas.
La historia del tequila está íntimamente ligada al ciclo de la tierra y a la paciencia del agave, que requiere siete años para madurar. Los jimadores, trabajadores expertos que cortan las piñas del agave con una herramienta llamada coa, son los guardianes de este proceso milenario. Sin embargo, con la expansión de la industria, llegaron también los desafíos. A finales de los años setenta, y nuevamente a principios del siglo XXI, el agave empezó a escasear, complicando la producción y elevando los costos. La falta de rotación de cultivos provocó que las fábricas se enfrentaran a una crisis que cambiaría el panorama de la producción.