Tanto el Estado como el crimen organizado moldean y reprimen la práctica de documentar con imágenes. Estos actores utilizan tácticas que van desde la intimidación hasta la agresión directa, forzando a los ciudadanos a autocensurarse o a abandonar por completo su labor si es que es un periodista. En redes sociales como X y Facebook, donde estas imágenes adquieren visibilidad, los riesgos aumentan por el anonimato y la exposición masiva que estas plataformas permiten.
Esta situación puede explicarse desde lo planteado por Michel Foucault al considerar las represiones del Estado y del crimen organizado como dispositivos disciplinarios —como la vigilancia y la represión violenta— que modifican e incluso pueden ejercer control sobre el comportamiento de los ciudadanos y periodistas. A esto se suma la perspectiva de Pierre Bourdieu, que identifica cómo las estructuras sociales influyen en las prácticas simbólicas, condicionando las decisiones de quienes documentan las violaciones a los derechos humanos.
Aunque los fotógrafos ciudadanos intentan resistir estas dinámicas, los riesgos son significativos. La difusión de imágenes que exponen la corrupción o la violencia puede detonar represalias que buscan silenciar su impacto en la opinión pública.
En un país donde la impunidad es la norma, proteger a quienes ejercen este tipo de comunicación visual es fundamental. Documentar en imágenes la violencia, es mucho más que un acto técnico: es un acto político y de resistencia en un entorno que atenta constantemente contra la libertad de expresión.