Su introducción en México se atribuye al jardinero japonés Tatsugoro Matsumoto, quien a principios del siglo XX promovió su plantación en la capital como una alternativa ornamental ante la imposibilidad de cultivar los cerezos japoneses en el clima local. Desde entonces, las jacarandas han transformado el paisaje urbano, especialmente en primavera, cuando sus flores violetas cubren las calles y banquetas.
Si bien su belleza es innegable y aporta beneficios ambientales como la captura de carbono y la regulación térmica, su carácter invasor radica en su impacto sobre la biodiversidad. Según la bióloga Ivonne Guadalupe Olalde Omaña, del Instituto de Biología de la UNAM, el problema principal es que su presencia limita el crecimiento de árboles nativos, como el madroño, el laurel mexicano y los encinos, al ocupar el espacio que estas especies requieren para desarrollarse.
Otro aspecto a considerar es el daño estructural que sus raíces provocan en las banquetas y su interacción con la infraestructura urbana. Además, su propagación ha sido incentivada por la falta de información sobre especies autóctonas, lo que ha generado una dependencia de árboles exóticos en los viveros comerciales.
Como alternativa, la UNAM ha identificado especies nativas que podrían sustituir a las jacarandas sin afectar el equilibrio ecológico. Un ejemplo es la tecoma (Tecoma stans), un árbol con flores amarillas que también forma un manto de pétalos en el suelo y es más adecuado para espacios urbanos debido a su menor tamaño.
Para mitigar los efectos de las especies invasoras, especialistas sugieren fomentar el uso de vegetación nativa mediante estrategias de infraestructura verde que permitan un desarrollo más sustentable en la ciudad. La planificación urbana con base en la biodiversidad local podría equilibrar la belleza del paisaje con la preservación del ecosistema.