Hace más de una década que el crimen organizado intervino en todo el espacio público del estado. Cada metro de cada ciudad, pueblo, delegación o ranchería se mantiene bajo la custodia de las células de varios cárteles que se disputan el territorio. Cártel Jalisco, Cártel Sinaloa, La Familia y otros más pequeños, probablemente de los que no se escribe en los medios. Todo en Jalisco se subordina a ellos: políticos, legisladores, regidores. Más de uno es próximo al crimen, otros son amenazados y algunos más solo tienen mucho miedo. Los empresarios son víctimas de extorsiones y cobro de piso. Si logran evadirlo, es porque han aceptado lavar dinero, hacer negocios con algún compadre, amigo o familiar. Y existen muchos niveles de lavado, desde grandes corporaciones hasta pequeños emprendedores.
El comercio informal tampoco se salva. La distribución de droga, el halconeo, la maña se ha infiltrado hasta en los puestos de frituras de las esquinas. Los taxistas y los choferes del transporte público no solo llevan pasajeros, sino información. Algunos policías municipales han sido documentados operando como miembros del cártel para levantar o secuestrar personas y hacerlas desaparecer. La gente en Guadalajara tiene miedo de hablar. No se menciona, no se discute. Los niños tampoco están libres de este yugo. En las escuelas y universidades, un compañero puede ser el hijo de un líder o un miembro del crimen, y hasta los directivos obedecen sus órdenes porque les tienen miedo. Mejor guardar silencio. Mejor tomarlo como algo cotidiano. Mejor bajar la voz cuando un compañero de universidad te entrega un recado: «mejor le bajas a tu investigación», aunque solo sea una tesis. Porque no tienes idea de hasta dónde llega su intervención. No tienes idea de qué tan profesionales son.
Entrar a un restaurante o ir a un centro comercial con el miedo de que un comando irrumpa y bañe de balas el lugar, o tal vez hasta te tome de rehén. Subir a un autobús del transporte público y temer que un comando lo detenga en medio de la calle, arroje gasolina y le prenda fuego, aun cuando la gente intenta bajar desesperada. Caminar por las calles con el miedo de que una de esas filas de camionetas blindadas con vidrios polarizados y cuernos de chivo pase junto a ti, o se detenga, y esos sean los últimos segundos de tu vida. Tener miedo de salir después de las diez de la noche y encontrarte con los vehículos bloqueando la calle de tu fraccionamiento porque ahí está el punto de venta descarado. Pasar por los arroyos y sembradíos y ver a personas haciendo actividades extrañas, siempre con esas camionetas de vidrios polarizados rondando. Dormir en la noche mareado por los olores que se cuelan por las cañerías, los químicos con los que fabrican droga al lado de tu casa. Y no poderles pedir que bajen el volumen de la música, los corridos y la banda que resuenan toda la noche.
Verlos pasearse por tu fraccionamiento mirándote con altanería y con desprecio. Y que solo puedas agachar la cabeza. Luego enterarte de que esa persona fue ultimada, descuartizada y sus restos arrojados en un predio cerca de tu casa. Ver a los zopilotes volar por los cerros, cada vez más zopilotes. No poder comprar nada, no poder hablar con un solo extraño en Jalisco sin primero filtrarlo, analizarlo, preguntarte si es o no un miembro del cártel. Todo en Jalisco está dominado, controlado y subordinado al crimen organizado. Y las personas, inermes, solo siguen sus rutinas hasta donde se los permiten, para que parezca que hay normalidad. Porque no es posible que algo que ha inundado a este nivel un estado sea completamente ajeno a las autoridades. Perdona, Jalisco, a este hijo de Mayahuel que hace casi una década salió huyendo de tu tierra para no volver.