Judas Iscariote ha sido durante siglos una de las figuras más enigmáticas del relato cristiano. Su papel como el discípulo que entregó a Jesús a las autoridades ha marcado su nombre con el estigma de la traición. Sin embargo, detrás de la condena moral que ha perdurado en la tradición religiosa, se encuentra un personaje complejo cuya relevancia histórica, teológica y simbólica invita a una lectura más profunda y matizada.
Pocas figuras en la historia occidental han despertado tanto rechazo como Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles de Jesús de Nazaret y el hombre que, según los evangelios canónicos, lo entregó a las autoridades por treinta piezas de plata. Su nombre ha quedado indeleblemente ligado al concepto de traición. Sin embargo, una mirada más profunda, desde la historiografía crítica y el análisis de los textos antiguos, revela una figura compleja, enigmática y, quizás, esencial para el desarrollo del relato cristiano.
Una figura históricamente ambigua
Judas aparece en los cuatro evangelios del Nuevo Testamento, pero los detalles sobre su vida y motivaciones varían. Su apellido, Iscariote, podría derivarse del hebreo Ish Kariot (“hombre de Keriot”, una ciudad de Judea), lo que lo diferenciaría como el único apóstol no galileo. Otra hipótesis lo relaciona con la palabra sicarius (“asesino” o “zelote”), sugiriendo una posible militancia en movimientos judíos radicales contrarios al dominio romano. Ambas interpretaciones ofrecen indicios de un hombre tal vez más político de lo que la tradición religiosa ha querido admitir.
El acto de traición y su función narrativa
Según los evangelios, Judas entrega a Jesús con un beso, señalando su identidad a los soldados del Sanedrín. Lo hace, presuntamente, por codicia. No obstante, el Evangelio de Juan lo describe como poseído por Satanás, despojándolo así de libre albedrío. En Mateo, tras el remordimiento, devuelve el dinero y se suicida; en Hechos de los Apóstoles, muere de forma diferente: cae de cabeza y se revienta. Estas contradicciones reflejan más los propósitos teológicos que las certezas históricas.
Desde el punto de vista literario e histórico, Judas cumple una función imprescindible: sin su traición, no habría arresto, juicio ni crucifixión, eventos fundamentales para la redención cristiana. En ese sentido, Judas se convierte en el catalizador de la pasión de Cristo, una figura trágica más que simplemente vil. Algunos textos apócrifos, como el Evangelio de Judas descubierto en 2006, lo presentan incluso como el discípulo más cercano a Jesús, que obedeció instrucciones secretas para facilitar su destino redentor.
¿Un chivo expiatorio?
Históricamente, resulta problemático reducir a Judas a una mera personificación del mal. Algunos estudiosos lo ven como un reflejo de las tensiones internas del movimiento cristiano primitivo, atrapado entre sus raíces judías y su expansión hacia el mundo grecorromano. Su figura serviría así como símbolo del conflicto entre fidelidad al mesías y desencanto político.
El Evangelio de Judas, aunque considerado herético por la ortodoxia cristiana, presenta una lectura alternativa fascinante: Judas no traiciona, sino que obedece una instrucción divina. Este texto, proveniente del pensamiento gnóstico, sugiere que la entrega de Jesús fue un acto necesario para liberar su espíritu del cuerpo corruptible.
Conclusión
Judas Iscariote es, para la historia y la teología, una figura fronteriza: apóstol y traidor, humano y símbolo, verdugo y víctima. Más allá del juicio moral, su presencia en los evangelios revela las tensiones fundacionales del cristianismo y la construcción de una narrativa que requería de una traición para consumar su mensaje de redención.
La historia no puede absolver ni condenar a Judas sin antes comprenderlo. Tal vez, como el mismo cristianismo sugiere, todo acto tiene su lugar en el designio divino. Incluso la traición.