El Día de Muertos, una de las celebraciones más emblemáticas de México, fusiona en su esencia las ricas tradiciones indígenas con las influencias católicas traídas por los conquistadores. Desde sus orígenes en el siglo XVI, esta festividad ha evolucionado a través de rituales como la creación de altares decorados con ofrendas que incluyen flores de cempasúchil, pan de muerto y fotografías de los difuntos, así como la costumbre de visitar los panteones, donde las familias limpian y embellecen las tumbas de sus seres queridos.
El Día de Muertos, una de las festividades más emblemáticas de México, tiene raíces profundas que se remontan al siglo XVI, cuando las prácticas indígenas comenzaron a sincretizarse con las tradiciones católicas traídas por los conquistadores españoles. Según Víctor Joel Santos Ramírez, experto del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), esta celebración ha evolucionado a lo largo de los siglos, reflejando un proceso de adaptación cultural que resulta fascinante y complejo.
Según Santos Ramírez, las festividades de los días 1 y 2 de noviembre llegaron a México poco después de la conquista, celebrándose en las primeras iglesias establecidas por los franciscanos en lugares como Texcoco, Tlaxcala y el convento de San Francisco en la Ciudad de México.
Fray Toribio de Benavente “Motolinía” documentó que entre 1535 y 1540, las comunidades indígenas ya ofrecían ofrendas a sus difuntos, presentando una variedad de elementos como maíz, comida, pan y cacao. Estos actos de devoción resaltaban la profundidad religiosa de los pueblos indígenas, que los españoles equiparaban con la fe de los primeros cristianos.
Lo que hoy entendemos como «culto a los muertos» se vincula con una escatología ancestral de las culturas mesoamericanas. Estas prácticas eran fundamentales para sus creencias religiosas, simbolizando un vínculo con la mitología y la cosmovisión prehispánicas. Sin embargo, aunque algunas de estas tradiciones sobrevivieron, no se sincretizaron del todo con el culto católico, que mantuvo una liturgia fija, inmutable a cambios. La prohibición de ceremonias prehispánicas llevó a que las antiguas prácticas funerarias se reconfiguraran en la celebración del Día de Muertos, resultando en una síntesis entre ambas tradiciones que permitía a los pueblos indígenas honrar a sus muertos dentro de un marco católico.
A lo largo de los años, las celebraciones funerarias continuaron, a menudo en secreto, y aunque la iglesia intentó erradicarlas, resultó imposible su eliminación total. Autores como Diego Durán notaron que existían distintas ofrendas para las festividades de Todos Santos y el Día de Muertos, lo que sugería una mezcla de tradiciones prehispánicas y cristianas. Las veintenas mexicas, dedicadas a los muertos, como el Miccailhuitontli y Huey Miccailhuitl, tenían lugar en otoño y estaban conectadas con el ciclo agrícola, reflejando una relación intrínseca entre la vida y la muerte.
La transición hacia los siglos XIX y XX
Las festividades continuaron evolucionando y, aunque muchas prácticas prehispánicas fueron prohibidas tras la conquista, sus elementos esenciales se preservaron bajo formas cristianizadas. Durante los siglos XIX y XX, el Día de Muertos comenzó a perder su sacralidad, dando paso a una celebración que enfatizaba aspectos profanos. Elementos como los altares decorados, el pan de muerto y el papel picado se volvieron característicos de esta festividad.
La celebración moderna del Día de Muertos evoca visualmente el mundo prehispánico, pero muchos de sus componentes tienen antecedentes en tradiciones europeas. Esta rica herencia cultural refleja no solo un proceso de sincretismo, sino también una resistencia y adaptación continua de los pueblos indígenas, que han logrado mantener viva su identidad a través de las generaciones. Así, el Día de Muertos se erige como un testimonio del sinfín de influencias que han dado forma a la cultura mexicana, consolidándose como una de las tradiciones más significativas y celebradas en el país.
Las fiestas del 1 y 2 de noviembre son celebraciones religiosas que se conmemoran con misas especiales de difuntos, marcando días de luto para los cristianos. El Día de Todos los Santos ha estado tradicionalmente vinculado a la veneración de las reliquias de mártires y santos, que eran presentadas a los fieles en las iglesias. En el siglo XIX, los habitantes de la Ciudad de México concurrían a los templos para “visitar las reliquias de los bienaventurados que en ellos se veneran.” En la Catedral, por ejemplo, se exhibían reliquias de San Primitivo, San Teófilo y Santa María, mientras que en otros templos, como los de la Colegiata y la Enseñanza, se podían ver fragmentos de otros santos. Estas reliquias llegaron de España a México, siendo recibidas con música y cantos desde su arribo al puerto de Veracruz, y en los pueblos, se celebraban con arcos de flores.
En los reinos católicos de León, Aragón y Castilla, se elaboraban panes imitando a las reliquias, que podían representar partes del cuerpo veneradas. En Cataluña, se hacían “panallets” con almendras, y en Italia, los dulces se modelaban con pasta de almendra. Todos estos alimentos se llevaban a bendecir a las iglesias y se colocaban en las casas en la “mesa del santo,” una costumbre que persiste en zonas rurales de Europa y América Latina. En México, los dulces que imitaban reliquias eran conocidos como alfeñiques, aunque su elaboración estaba reservada para las clases pudientes, mientras que el resto de la población consumía dulces de azúcar con forma de cráneos y huesos.
El Día de Todos los Santos también era una ocasión para limpiar y embellecer sepulcros, ya que las familias enviaban flores, velas y adornos a los cementerios en honor a sus difuntos. Al día siguiente, el Día de Fieles Difuntos, las iglesias se llenaban de luto, y las celebraciones incluían adornos en calles y templos, creando un ambiente solemne.
La costumbre de enterrar a los muertos en las iglesias fue interrumpida en Europa debido a las pandemias, lo que llevó a la creación de cementerios. En México, esta práctica comenzó a cambiar en 1836 con la habilitación del panteón de Santa Paula, y en 1859, el gobierno secularizó los cementerios, afectando la práctica religiosa y cambiando la celebración del Día de Muertos.
La visita a los panteones se convirtió en un evento concurrido, donde las familias llevaban flores, frutas y velas, así como provisiones para un almuerzo, a menudo acompañado de pulque. Esta celebración, que antes era de luto, adquirió un tono festivo, con personas que se paseaban entre las tumbas sin el respeto que una vez se les atribuía.
Al final de la visita, la gente regresaba a casa para participar en la “verbena de Todos Santos” en el Zócalo, donde se vendían dulces típicos y se presentaban obras de teatro. Se observaba una tendencia a llevar comida a las tumbas, lo que en un tiempo hubiera sido condenado por el cristianismo, pero que se convirtió en parte de la tradición con la instalación de altares en los hogares, donde se ofrecía comida a los difuntos.
Por la noche, las familias de escasos recursos encendían velas en sus altares, preparando alimentos como biscochos, frutas y dulces, con la esperanza de que sus seres queridos difuntos pudieran disfrutar de la cena a medianoche. Esta práctica, que reflejaba la conexión con los muertos, se convirtió en un símbolo de la continuidad de las tradiciones a pesar de la transformación de las celebraciones religiosas a lo largo del tiempo.