Sabía lo que hacía, o al menos creía saberlo. Cuatro años de formación en Artes Visuales, un par de diplomados especializados en fotografía y cine documental, una dosis de ímpetu que siempre me decía que estaba preparado, que tenía derecho a estar allí, en las redacciones, en los rincones donde los fotógrafos de verdad hacían sus apuestas. Pero no fue así. Cuando lograba entrar, con el CD bajo el brazo, los editores se reían, no solo porque mis fotos no fueran tan impresionantes, sino porque no me creían. Yo era pequeña, con el aire de una niña que no sabe nada del mundo, y pensaban que no podría nunca cubrir lo que cubrían los grandes fotógrafos: los conflictos, las ruedas de prensa, las asambleas políticas, las vidas en peligro, los tiroteos. Nadie me creía. Nadie.
Recuerdo uno de esos días, uno de esos encuentros fallidos que marcaron la diferencia. Llegué a una redacción que, más que oficina, parecía un espacio vacío, como una bodega en donde el tiempo se acumulaba en forma de diarios rotos, arrugados y amontonados. Solo había una vieja rotativa que parecía aún capaz de imprimir lo que quisiera. En medio de esa nada, un escritorio desvencijado con restos de noticias de días anteriores. Sentado, un hombre maduro que, al principio, me miró con desconfianza, pero a medida que me acercaba, con el CD en la mano, su mirada se tornó en una risa. Me dijo que me daría una oportunidad: tres días de prueba. Tres días, lo recuerdo bien. Sin internet en casa, sin nada, solo corría por las calles en busca de un cibercafé donde pudiera enviar mi nota. Era mi única oportunidad, y sabía que no podía dejarla pasar.
El contrato no llegó hasta dos años después. Durante ese tiempo, fui una sombra en la ciudad, corriendo de un lugar a otro, buscando algo para fotografiar. Asistí a todas las manifestaciones, a todos los eventos que podía cubrir, a todos esos espacios donde, bajo el sol del mediodía, los activistas y los políticos se encontraban en su propio juego. Mi única vitrina, mi único espacio para mostrar algo de lo que hacía, era un blog, ese rincón de la web que por entonces era el lugar de moda para mostrarse al mundo. Y entonces, la ciudad se llenó de caos, la guerra contra el crimen organizado estalló, y ya no se trataba solo de buscar lo bonito, lo político, lo social, sino de estar allí, en medio de la violencia, en medio de la destrucción. Los fotógrafos más experimentados decían que una foto no valía lo que una vida, que ciertos lugares no merecían ser cubiertos, que no valía la pena correr el riesgo. Yo pensaba lo contrario: no era la vida lo que estaba en juego, era la foto. Mi oportunidad estaba allí, en esos lugares que nadie quería cubrir, en esos lugares donde la muerte acechaba, en esos lugares donde los fotógrafos preferían no entrar.
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Los menospreciaba, y me arriesgaba más. Recuerdo un viaje a Michoacán, a Tierra Caliente, donde intenté cubrir los bloqueos de autodefensas. Me pidieron borrar las fotos y logré escapar de ese lugar, pero lo único que importaba era la foto. Era un sin sentido tras otro: pedirle a desconocidos que me llevaran a comunidades aisladas, a zonas completamente desconectadas, solo para captar imágenes, sin pensar en el peligro, sin pensar en nada más que en la imagen. Un día tomé un avión a la Ciudad de México para cubrir las elecciones, otro a Cuba, y así pasaban los días, entre vuelos, entre fotos, entre la necesidad urgente de capturar todo lo que el mundo tenía para ofrecerme. Ya no vivía, ya no respiraba, no había tiempo para nada que no fuera una foto, no existía más que la cámara en mis manos.
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Pero todo eso solo me llevó a las burlas, a los comentarios de los fotógrafos locales que me observaban esforzarme y sabían, sin necesidad de palabras, que nada de lo que hiciera iba a importar. No era una «chica bonita», no tenía nada que ofrecer más que mi trabajo, y el trabajo de una mujer que no era joven ni atractiva no valía nada. Los fotógrafos de la ciudad no querían hacerme favores, no querían que estuviera allí. Y yo, que había apostado tanto por la fotografía, pensaba que quizás mi físico, mi falta de atractivo, no me impedirían avanzar. No me lo permitiría.
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Hasta que un día, después de casi diez años de correr entre sombras y cámaras, de arriesgar todo lo que tenía por una foto, dejé la cámara sobre un estante. Pensé que solo sería un descanso, que sería temporal. Pero nunca volví a ser fotógrafa. Cuando lo intenté, ya era demasiado tarde. El fotoperiodismo había desaparecido. Los periódicos solo publicaban fotos sacadas de las redes sociales. Los fotógrafos ya no tenían cabida en las redacciones, y las imágenes ya no dependían de quienes arriesgaban sus vidas por una toma. Las redacciones habían dejado de existir como tales. El trabajo, el arte, se había convertido en algo irreconocible. Y yo, que alguna vez soñé ser algo, ya no existía.
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