Nacido en 1548 en Nola, una ciudad cercana a Nápoles, Bruno ingresó en la Orden de los Dominicos a una edad temprana. Sin embargo, su espíritu inquieto y su inclinación por el pensamiento crítico lo llevaron a cuestionar los dogmas religiosos y filosóficos de su tiempo. Influenciado por el heliocentrismo de Nicolás Copérnico y la teoría del universo infinito de Nicolás de Cusa, Bruno desarrolló ideas radicales que desafiaban la visión geocéntrica del mundo y la concepción tradicional de la divinidad.
Sus postulados afirmaban que el universo era infinito, que existían múltiples mundos habitados y que la divinidad no podía limitarse a las doctrinas establecidas por la Iglesia. Estas ideas, junto con su rechazo a la transubstanciación y su crítica a la autoridad papal, lo convirtieron en un objetivo de la Inquisición.
Después de años de exilio en diversas ciudades europeas, como Ginebra, París y Londres, Bruno regresó a Italia en 1591, invitado por el noble Giovanni Mocenigo en Venecia. Sin embargo, Mocenigo lo denunció ante la Inquisición, acusándolo de herejía. Arrestado en 1592, fue trasladado a Roma en 1593, donde enfrentó un prolongado juicio en el que se le exigió retractarse de sus ideas.
Bruno se negó a renunciar a sus convicciones. Su negativa selló su destino: en 1600, el Papa Clemente VIII aprobó su condena y fue ejecutado en la hoguera. Según los relatos, antes de morir pronunció la frase: «Quizás ustedes sienten más miedo al pronunciar esta sentencia que yo al recibirla».
Su muerte marcó un hito en la historia del pensamiento libre y la lucha contra la censura. Siglos después, su legado fue reivindicado como símbolo de la libertad de expresión y el avance del conocimiento. En 1889, una estatua en su honor fue erigida en la misma plaza donde fue ejecutado, recordando su valentía y su contribución al pensamiento moderno.